lunes, 25 de julio de 2011

Antiguao Testamento por Martin Lutero

Quinto Libro del Pentateuco


En el quinto libro, habiendo sido castigado el pueblo por su desobediencia y habiéndolos Dios estimulado un poco con su gracia, de modo que, por su benevolencia demostrada al entregarles dos reinos, ellos se sintieron movidos a cumplir gustosamente su ley, Moisés repite toda la ley con todos los sucesos que les habían ocurrido (excepto lo concerniente al sacerdocio), y aclara de nuevo todo lo relativo al gobierno secular y espiritual de un pueblo. Así Moisés, como perfecto legislador, hace suficientemente todo lo que es propio de su oficio, no promulgando la ley únicamente, sino asistiendo en su cumplimiento, y cuando había fallas, dando las explicaciones del caso y reiterándola de nuevo.

 Pero esta explicación, en el quinto libro, no contiene realmente otra cosa que fe en Dios y amor al prójimo, pues hacia ello tienden todas las leyes de Dios. Por eso se opone Moisés con su explicación a iodo lo que tiende a destruir la fe en Dios, hasta el capítulo 20; y todo lo que tiende a impedir el amor, hasta el final del libro.

En este punto es preciso observar, en primer término, que Moisés enmarcó tan minuciosamente al pueblo dentro de leyes, con el fin de no dejar ningún lugar a la razón para elegir alguna obra o inventar un culto divino propio.

Porque no enseña únicamente a temer y amar a Dios y confiar en él, sino que también ofrece diversas formas de culto divino externo, con sacrificios, votos, ayunos, mortificaciones, etc., de modo que nadie tiene necesidad de elegir algo distinto. Así también enseña a plantar, a labrar, a casarse, a luchar, a dirigir a los hijos, los sirvientes y la casa, a comprar y vender, a prestar y devolver, y todo lo que ha va que hacer, tanto externa como internamente, a tal punto que algunos de estos reglamentos parecen a primera vista tontos y vanos.

Pero, por qué, estimado amigo, procede Dios de esta manera?
En último término, porque ha tomado a este pueblo para que sea suyo y para que él fuera su Dios: por eso los quería regir de tal modo que todo su actuar fuese seguramente recto delante de él. Pues si alguien hace algo que no ha sido prefijado por la palabra de Dios, no tiene valor ante Dios y es inútil. Pues él prohíbe en los capítulos 4 y 13 del quinto libro todo agregado a sus leyes y en el capítulo 12 dice que no deben hacer lo que a ellos les parezca correcto.

También el Salterio y todos los profetas se lamentan de que el pueblo ejecute buenas obras escogidas por ellos mismos y que Dios no había ordenado. Pues él no quiere y no puede tolerar que los suyos emprendan algo que él no ha mandado, por muy bueno que sea.

 Porque la obediencia, la cual se atiene a la palabra de Dios, es la más excelente y noble de todas las obras.

Ya que en esta vida no se puede carecer de una forma externa de culto y de proceder, les ha ofrecido diversas formas, enmarcándolas en su mandamiento, a fin de que, si quisieran o debieran tributar a Dios un culto externo, escogiesen el indicado por Dios y no uno de su propia invención, y para que con ello estuviesen seguros y ciertos de que esta su acción se realizaba en el marco de la palabra y de la obediencia de Dios.
Así pues, les estaba estrictamente vedado seguir su razón y su libre voluntad para hacer el bien y vivir en rectitud, y sin embargo tenían estipulado y determinado más que suficientemente sitio, lugar, tiempo, persona, obra y forma, de tal modo que no se podían quejar ni tenían necesidad de seguir el ejemplo de cultos divinos extraños.

En segundo lugar, es preciso observar que hay tres clases de leyes. Algunas tratan solamente de bienes temporales, como las leyes imperiales entre nosotros. Éstas han sido establecidas por Dios principalmente a causa de los malos, a fin de que no hicieran cosas aún peores, por tal motivo, dichas leyes son represivas más que instructivas, como cuando Moisés ordena dar a la mujer una carta de divorcio en caso de separación; o que un hombre apremie a su mujer mediante una “ofrenda de celos”, o que un hombre casado pueda tomar otras mujeres. Todas éstas son leyes civiles. Hay otras, sin embargo, que enseñan sobre el culto divino externo, como ya se ha dicho.

Por encima de las leyes anteriores, están las de la fe y del amor, de modo que éstas deben servir de pauta a todas las tiernas. Todas estas leyes tendrán vigencia mientras su cumplimiento no atente contra la fe y el amor. Si atentan contra la fe y el amor quedan sin efecto.

Por eso leemos que David no mató al asesino Joab, aunque éste había merecido dos veces  la muerte ir'; y en el segundo libro de Samuel promete a la mujer de Tecoa que su hijo no morirá aunque había estrangulado a su hermano; tampoco mató a Absalón ; él mismo, David, comió del pan sagrado de los sacerdotes, 1ª Samuel 21; Tamar piensa que el rey le puede dar como esposo a Amnón, su hermanastro.

 De ésta y de otras historias similares se advierte que los reyes, sacerdotes y superiores a menudo pusieron fuera de vigencia la ley cuando la fe y el amor así lo exigían. Por consiguiente, la fe y el amor deben ser la maestra de todas las leves y deben tenerlas a todas bajo su poder. Porque, siendo así que todas las leyes instan la fe y el amor, no debe valer ninguna ley, ni siquiera existir, si entra en contradicción con la fe o con el amor.

Por eso los judíos se equivocan grandemente hasta el día de hoy al insistir tan estricta y severamente en el cumplimiento de algunas leyes de Moisés, prefiriendo sacrificar el amor y la paz antes que comer o beber con nosotros o hacer cosas semejantes, no viendo la verdadera intención de la ley.

Porque esta comprensión es necesaria para todos aquellos que viven bajo la ley, no solamente para los judíos. Pues hasta el mismo Cristo dice, Mateo 12, que se puede quebrantar el sábado, si un buey ha caído en una zanja, y sacarlo, lo cual es solamente una necesidad y perjuicio temporal.

Cuánto más se ha de traspasar toda clase de leyes si lo exige una necesidad corporal, siempre que nada atente contra la fe y el amor. El mismo Cristo da el ejemplo cuando dice que David comió los panes sagrados, Marcos 2.


Pero, ¿por qué motivo expone Moisés las leyes en una forma tan desordenada? ¿Por qué no coloca las leyes que se refieren a lo secular, por un lado; las que se refieren a lo espiritual, por otro, y la fe y el amor también en un grupo aparte?

Además, repite a veces una ley tan a menudo y usa una palabra con tanta frecuencia que resulta tedioso leerlo o escucharlo.

Respuesta: Moisés escribe de acuerdo con las circunstancias, de manera que su libro es una imagen e ilustración del gobierno y de la vida. Pues así ocurre cuando estas leyes están en vigor, que una vez hay que hacer una obra y otra vez otra, y ningún hombre puede organizar su vida de tal modo que, si la quiere llevar de una manera agradable a Dios, practique por un día leyes puramente seculares y otro día leyes puramente espirituales.

 Dios es el que entremezcla todas las leyes, como las estrellas en el cielo o las flores en el campo, de manera que el hombre debe estar preparado en toda hora para iodo, y para hacer lo que el momento exija. Así también está entremezclado el contenido del libro de Moisés.

El hecho de que él inste y repita tan a menudo la misma cosa indica también el carácter de su oficio. Pues quien quiera gobernar a un pueblo con leyes debe insistir y porfiar constantemente, y andar a golpes con el pueblo como si fuesen asnos. Pues ninguna obra mandada por la ley se hace con placer y amor, todo se hace por obligación y compulsión.

 Precisamente porque Moisés es un legislador, debe indicar con su insistencia que una obra de la ley es una dura obligación y debe agobiar al pueblo, hasta que por tal insistencia reconozca su enfermedad y su aversión a la ley de Dios y desee la gracia de Dios, como sigue a continuación.

En tercer lugar, la principal intención de Moisés es revelar los pecados mediante la ley y desbaratar toda presunción de la capacidad humana; por eso San Pablo lo llama, en Gálatas 2, "un ministro de los pecados", y a su oficio un "oficio de muerte", 2ª Corintios 3. También dice en Romanos 3 y 7 que mediante la ley no viene sino el reconocimiento de los pecados; y en otra parte afirma, en Romanos 3: Por la obra de la ley nadie se hace justo ante Dios. Pues Moisés no puede hacer otra cosa con la ley sino indicar lo que hay que hacer y lo que hay que dejar de hacer. Pero no nos otorga el poder y la fuerza para hacerlo o dejar de hacerlo, dejándonos por consiguiente hundidos en el pecado.
Si,  pues,  permanecemos  hundidos  en  el  pecado,  la muerte nos acosa en seguida como venganza y castigo por el pecado. Por eso San Pablo  llama  al  pecado  "aguijón"  de  la  muerte,  ya que la muerte" ejerce todo su derecho y poder en nosotros mediante el pecado.

 Pero si no estuviese la ley, tampoco habría pecado. Por eso todo es consecuencia  del  oficio de Moisés,  que excita y reprende el pecado mediante la ley. Así, al pecado le sigue forzosamente la muerte; de este modo se explica que el oficio de Moisés sea llamado apropiadamente por San Pablo un oficio de pecado y muerte, ya que con su legislar, no nos acarrea otra cosa que pecado y muerte.
Sin embargo, este oficio que habla de muerte y pecado es bueno y muy necesario, porque donde no existe la ley de Dios, ahí la razón humana  es tan ciega que ni siquiera puede  reconocer  los   pecados.

 Pues ninguna razón humana  puede saber que la incredulidad  y el desesperar de Dios sea pecado; en efecto, desconoce que se debe creer y confiar en Dios; entonces sigue empedernida  en su ceguera y no siente nunca  más esos  pecados,  haciendo  entretanto  algunas buenas obras y siguiendo una vida de apariencia honorable.

Entonces piensa que ya está en la posición correcta sin que haga falta otra cosa, como se observa en los paganos y en los hipócritas cuando tratan  de vivir lo más  perfectamente  posible.  Asimismo,  también   desconoce  que  la mala inclinación de la carne y el odio contra los  enemigos es pecado; sino que, al observar y experimentar que todos los hombres tienen esta tendencia, considera que es una cosa natural y correcta, pensando que es suficiente si se evitan exteriormente las malas obras.

Así es como sigue considerando su enfermedad como fortaleza, su pecado como algo correcto, su maldad como algo bueno, no pudiendo llegar a más.

Para eliminar esta ceguera y pertinaz engreimiento se hace necesario el oficio de Moisés. Pero el caso es que no los puede eliminar, a menos que los ponga al descubierto y los dé a conocer. Esto se hace mediante la ley, enseñando que hay que temer, confiar, creer y amar a Dios; y además no abrigar malos deseos ni tener odio contra ninguna persona.

Cuando la naturaleza escucha tales cosas, tiene que espantarse; pues no evidencia ciertamente ni confianza, ni fe, ni temor, ni amor a Dios; asimismo, tampoco amor ni deseos puros hacia el prójimo, sino sólo incredulidad, duda, desprecio y odio a Dios y pura mala voluntad y malos deseos para con el prójimo.

 Cuando advierte tal cosa, entonces aparece súbitamente delante de sus ojos la muerte que quiere devorar a tal pecador y hundirlo en el infierno.

Eso es lo que significa acarrearnos la muerte mediante el pecado y matarnos mediante el pecado: eso es lo que significa excitar el pecado mediante la ley y colocarlo delante de nuestros ojos y convertir todo nuestro engreimiento en un fracaso, temblor y desesperación, de manera que el hombre no puede hacer otra cosa que exclamar con el profeta: "He sido desechado por Dios"  o como se dice en alemán: Soy del diablo, no podré salvarme jamás.

Esto significa ser llevado al infierno. Lo dice San Pablo en pocas palabras, 1ª Corintios 15: "El aguijón de la muerte es el pecado, pero el poder de los pecados es la ley". Es como si dijera: la muerte nos hiere y nos mata, por el pecado que hay en nosotros, pues éste nos hace culpables de muerte; pero es debido a la ley que el pecado se encuentre en nosotros y nos entregue decididamente a la muerte, pues ella nos revela el pecado y nos induce a reconocer lo que antes no conocíamos, por lo cual nos sentíamos seguros. ¡Y hay que ver con qué vehemencia desempeña y practica Moisés este su oficio!
 Porque, a fin cíe estigmatizar totalmente la naturaleza, no sólo promulga leyes —como los diez mandamientos— sino que también tilda de pecado lo que por naturaleza no es pecado, imponiendo y aplastando con multitud de pecados.

Pues la incredulidad y el deseo malo son por naturaleza pecado y dignos de muerte; pero comer pan ácimo en Pascua o animal impuro o hacerse incisiones en el cuerpo, y todo lo que el sacerdocio levítico designa como pecado, no es por naturaleza pecado y malo, sino que se vuelve pecado sólo por el hecho de que se prohíbe por la ley —ley que se puede rescindir. Pero los diez mandamientos no se pueden rescindir, pues habría pecado aun cuando no existiesen los mandamientos o no fueran reconocidos; así como también es pecado la incredulidad de los paganos aunque no lo sepan ni lo consideren pecado.

Vemos, pues, que éstas y tantas otras diversas leyes de Moisés no fueron promulgadas con el único objeto de que nadie se elija su propio modo de hacer el bien o vivir correctamente, como se dijo antes, sino para que la empecinada ceguera tuviera que reconocerse a sí misma y sentir su propia incapacidad y nulidad para hacer el bien, y de esa forma fuese obligada e impulsada mediante la ley a buscar algo más que la sola ley y la propia capacidad, es decir, la gracia de Dios prometida en el Cristo que habría de venir.

Pues toda ley de Dios es buena y correcta, aunque solamente ordene cargar estiércol o recoger paja. Pero, por eso, no puede ser piadoso ni de buen corazón quien no cumpla o cumpla a disgusto con esa buena ley. Consecuentemente todo hombre por naturaleza puede cumplir la ley sólo a disgusto. Por eso debe reconocer y sentir su propia maldad, por medio de la buena ley de Dios y suspirar y anhelar el auxilio de la gracia de Dios en Cristo.

Por eso, cuando viene Cristo, cesa la ley, especialmente la levítica, que convierte en pecado lo que por naturaleza no es pecado, como ya se ha dicho. También cesan los diez mandamientos, no en el sentido de que no se los deba guardar o cumplir, sino que el oficio de Moisés cesa en ellos, de modo que no realza más el poder del pecado mediante los diez mandamientos y el pecado ya no es el aguijón de la muerte.

Pues por Cristo el pecado ha sido perdonado y Dios ha sitio reconciliado, y el corazón ha comenzado a deleitarse en la ley. de manera que el oficio de Moisés ya no puede reprenderlo y declararlo pecaminoso, como si no hubiese guardado los mandamientos y fuese digno de muerte, tal como ocurría ames de la gracia y antes de que viniese Cristo. 

Esto lo enseña San Pablo, 2ª Corintios 3, cuando dice que se disipa el resplandor en el rostro de Moisés a causa del resplandor en el rostro de Jesucristo. Esto significa que el oficio de Moisés, que nos convierte en pecadores y nos avergüenza con el resplandor del reconocimiento de nuestra maldad y nulidad, ya no nos causa dolor ni tampoco nos espanta con la muerte, pues tenemos el resplandor en el rostro de Cristo, es decir, el oficio de la gracia, mediante el cual llegamos a reconocer  a Cristo, con cuya justicia, vida y fortaleza cumplimos la ley y vencemos la muerte y el infierno.
Así también los tres apóstoles vieron en el monte Tabor a Moisés y a Elías, y sin embargo no se espantaron ante ellos, por causa de la dulce gloria en el rostro de Cristo. Pero en Éxodo 34, por no estar presente Cristo, los hijos de Israel no podían soportar la gloria y el resplandor en el rostro de Moisés, por lo cual éste tuvo que cubrirlo con un velo.

Hay, pues, tres clases de discípulos de la ley:
Los primeros son los que escuchan y desprecian la ley, y llevan una vida perversa y sin temor. A éstos no les llega la ley. Están representados por los adoradores del becerro en el desierto, por causa de los cuales Moisés rompió las dos tablas y no les llevó la ley.

Los segundos son los que intentan cumplir la ley por sus propias fuerzas, sin la gracia; y están representados por los que no podían ver el rostro de Moisés cuando trajo las tablas por segunda vez. A éstos les llega la ley, pero no la pueden tolerar; por eso la cubren con un velo y llevan una vida hipócrita de obras legales externas; todo lo cual, sin embargo, la ley convierte en pecado si se quita ese velo, pues la ley nos muestra que nuestra capacidad es nula sin la gracia de Cristo.

Los terceros son los que ven claramente a Moisés sin velo. Son los que comprenden la intención de la ley, es decir, que ella exige cosas que no podemos cumplir.

En este caso el pecado muestra su poder; la muerte es poderosa; la lanza de Goliat es como rodillo de telar y la punta de su lanza consta de seiscientos siclos de hierro, de modo que todos los hijos de Israel huyen ante él, excepto David, es decir, Cristo nuestro Señor, que nos salva de todo esto.

Porque si a la gloria de Moisés no se sumara la gloria de Cristo, nadie podría soportar el resplandor de la ley y el espanto del pecado y de la muerte. Estos discípulos reniegan de toda su obra y soberbia y no aprenden en la ley otra cosa que reconocer los pecados y anhelar a Cristo, lo cual es también el verdadero oficio de Moisés y la verdadera naturaleza de la ley.

 Así también el propio Moisés ha indicado que su oficio y doctrina estarían en vigencia hasta el advenimiento de Cristo y que entonces cesarían, al decir en Deuteronomio 18: "El Señor tu Dios te levantará un profeta de entre tus hermanos, como a mí, al cual deberás escuchar", etc.

 Éste es el pasaje más noble y por cierto el núcleo de todos los libros de Moisés, al cual los apóstoles aluden con insistencia y citan muy a menudo para corroborar el evangelio y abolir la ley, del cual también los profetas se valieron frecuentemente.

Del hecho de que Dios promete otro Moisés, al cual deben escuchar, se sigue necesariamente que éste enseñará algo distinto que Moisés; y que Moisés le entrega su poder y se retira, para que se escuche a aquél.

Por consiguiente, este profeta no puede enseñar la ley, ya que Moisés lo ha realizado al máximo, por lo que no es necesario levantar a otro profeta a causa de la ley. Por lo tanto, el pasaje se refiere de seguro a la doctrina de la gracia y a Cristo.

Por esa razón San Pablo llama a la ley de Moisés "el antiguo pacto"; y también Cristo al instituir el "nuevo pacto". Y es un pacto, porque en él, si lo guardan, Dios promete y asigna al pueblo de Israel la tierra de Canaán. En efecto se la concedió, siendo confirmado por la sangre y la muerte de un carnero y de un cabrito. Pero, por no estar basado ese pacto en la gracia de Dios, sino en obras humanas, tenía que envejecer y cesar, perdiéndose de nuevo la tierra, precisamente porque por medio de obras no se puede cumplir la ley.

Y debía surgir otro pacto que no envejeciera, y que tampoco se basara en nuestra acción, sino en la palabra y obras de Dios, para que perdurara eternamente. Por eso, es confirmado por la muerte y la sangre de una persona eterna, y se promete y otorga una tierra eterna.

Hechas estas observaciones en cuanto a los libros y el oficio de Moisés, preguntamos: ¿Qué son, pues, los otros libros de los profetas y los históricos?

Respuesta: No son otra cosa que lo que es Moisés. Pues todos desempeñan el mismo oficio que Moisés, y resistiendo a los falsos profetas; para que no induzcan al pueblo a las obras, sino que persistan en el verdadero oficio de Moisés v en el verdadero conocimiento de la ley.  E insisten en conservar a la gente, mediante la correcta comprensión de la ley, conscientes de su impotencia propia, impulsándola hacia Cristo, como hace Moisés.

Por eso se explayan en cuanto a lo que Moisés dijo de Cristo, y aducen dos clases de ejemplos: los que entienden correctamente a Moisés y los que no lo entienden, y el castigo y la recompensa para ambos. Por consiguiente, los profetas no son otra cosa que administradores y testigos de Moisés; y de su oficio, para que mediante la ley dirijan a todos hacia Cristo.

Por último, correspondería también señalar el significado espiritual que se nos presenta por la ley levítica y el sacerdocio de Moisés. Pero habría que escribir mucho, lo cual exigiría espacio y tiempo, y debiera explicarse de viva voz. Pues ciertamente Moisés es una fuente de toda sabiduría y entendimiento, de la cual ha brotado todo lo que los profetas supieron y dijeron.

A ello se añade también que el Nuevo Testamento fluye de Moisés y está basado en él, como hemos oído. Pero para dar una pequeña y breve sugestión a los que poseen la gracia y el entendimiento para investigar más, ofrezco lo siguiente:

Si quieres interpretar bien y con certeza, pon tu mirada en Cristo, pues él es el hombre en el cual se concentra absolutamente todo. Por eso, al sumo sacerdote Aarón lo has de identificar con Cristo, como lo hace la Epístola a los Hebreos, la cual casi por sí sola basta para interpretar todas las tipificaciones de Moisés.

Asimismo es cierto que Cristo mismo es la víctima y también el altar, el cual se ha sacrificado a sí mismo con su propia sangre, como lo anuncia la misma epístola. Así como el sumo sacerdote levítico borraba con ese sacrificio solamente los pecados declarados como tales por la ley, sin serlo por naturaleza, así nuestro sumo sacerdote Cristo borró el pecado verdadero que por naturaleza es pecado con su propio sacrificio y sangre, y entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo para reconciliarnos. 

Por consiguiente,  todo lo que se ha escrito del sumo sacerdote hay que aplicarlo a Cristo personalmente y a ningún otro.
Pero a los hijos del sumo sacerdote, que se dedican al sacrificio diario, tienes que tomarlos como referencia a nosotros los cristianos, los cuales, ante nuestro padre Cristo, que está sentado en el cielo, vivimos en el cuerpo aquí en la tierra, no habiendo llegado en forma plena a su presencia, sino espiritualmente por la fe.

 El oficio de los sacerdotes de matar y sacrificar no significa otra cosa sino predicar el evangelio, mediante el cual el viejo hombre es degollado y sacrificado a Dios, es quemado y consumido mediante el fuego del amor en el Espíritu Santo, lo cual es un sacrificio de suave olor para Dios, es decir, produce una conciencia buena, pura y segura ante Dios. Ésta es la interpretación de San Pablo en Romanos 12, cuando enseña que debemos sacrificar nuestros cuerpos a Dios, un sacrificio vivo, santo, agradable: y esto es lo que hacemos, como se ha dicho, mediante la constante práctica del evangelio, insto al predicar como a creer.

 Lo dicho sea suficiente como instrucción para buscar a Cristo y el evangelio en el Antiguo Testamento.

El lector de esta Biblia debe saber también que me he preocupado por escribir el nombre de Dios que los judíos llaman tetragramaton con mayúsculas, es decir, SEÑOR: y el otro, que designan con Adonai, con mitad en mayúsculas, es decir Señor. Porque entre todos los nombres de Dios son estos dos los que se aplican sólo a Dios, al verdadero Dios: los otros se atribuyen a menudo también a los ángeles y santos.

Lo he hecho así para que se pueda deducir inequívocamente que Cristo es verdadero Dios, ya que Jeremías 23 lo llama SEÑOR, al decir: "Lo llamarán SEÑOR, nuestro justificador"; lo mismo se puede encontrar en otros pasajes.

Con esto encomiendo a todos mis lectores a Cristo, y les pido que me ayuden a obtener de Dios el poder llevar esta obra a un fin provechoso; pues reconozco abiertamente que he emprendido demasiado, en especial al traducir el Antiguo Testamento.

Pues lamentablemente la lengua hebrea ha decaído tanto que ni los propios judíos saben mucho de ella, y sus explicaciones e interpretaciones —que he revisado— no son dignas de confianza. Considero que si ha de aparecer la Biblia, somos los cristianos quienes debemos hacerlo, por tener la comprensión de Cristo, sin la cual de nada sirve tampoco el conocimiento de la lengua.

Por esta carencia muchos de los antiguos traductores —incluso Jerónimo— se equivocaron en muchos pasajes. Yo, sin embargo, si bien no puedo jactarme de haber acertado en todo, no obstante puedo decir que esta Biblia alemana es en muchas partes más clara y exacta que la latina, de modo que es verdad que la lengua alemana cuenta así con una mejor Biblia que la lengua latina, siempre que los impresores, con su acostumbrado descuido, no la arruinen. Me remito al juicio de los lectores.

Ahora bien, también se pegará el lodo a la rueda y no habrá nadie, por torpe que sea, que no quiera ser mi maestro y censurarme aquí y allá. Dejémosle que lo haga. Desde el comienzo sabía muy bien que me sería más fácil encontrar a diez mil que censuren mi trabajo antes que a uno solo que hiciera la vigésima parte de lo que he hecho. Yo también podría ser muy docto y demostrar admirablemente mis conocimientos, criticando la Biblia latina de San Jerónimo.

Pero también él seguramente me desafiaría a que yo haga lo mismo que él. Si hay alguien que tenga tanto o más conocimiento que yo, que emprenda la tarea de traducir la Biblia entera y que me diga después de lo que es capaz. Si lo puede hacer mejor, ¿por qué no preferirlo a él? Yo también creí ser docto; y también sé que por la gracia de Dios soy más docto que los sofistas de las universidades.

Pero ahora veo que ni aun conozco mi alemán vernáculo. No he leído hasta ahora ningún libro o carta que contenga un alemán correcto. Nadie tampoco se esfuerza en hablar correctamente el alemán, especialmente las cancillerías de los señores, los predicadores mendicantes y los poetastros que piensan que tienen el poder de cambiar el idioma alemán y nos inventan iodos los días nuevas palabras: beherzigen, behändigen, erspriesslich, erschiesslich, y otras semejantes.

Sí, estimado amigo, es además wohl betoret und ernarret.
En suma, aunque todos trabajásemos en conjunto, tendríamos suficiente todos para traer a la luz la Biblia; el uno con el entendimiento, el otro con el idioma. Yo mismo no he trabajado solo en esta obra, sino que he utilizado los servicios de quien podía. Por eso solicito que se deje de hablar mal y de confundir a la" pobre gente y que se me ayude donde se pueda.

Si alguien no quiete hacer esto, entonces ocúpese en hacer su propia traducción de la Biblia. Pues los que solamente hablan mal y critican no son tan piadosos y honestos como para querer tener una Biblia libre de errores, ya que saben que no son capaces de producirla: sino que quieren ser maestros sabiondos en una arte de otros, en circunstancias que, en su propia arte, todavía no han llegado a ser discípulos. Dios quiera llevar a término la obra que ha comenzado. Amén.

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